CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXII)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXII) 1 Esta semana publicamos la parte sexta del Capítulo X de la Biografía de Carlos Marx escrita Franz Mehring. En esta parte Mehring relata las vicisitudes de la familia Marx y de Engels en aquellos años de conmociones.


CAPÍTULO X

CONMOCIONES DINÁSTICAS

6. ASPECTOS FAMILIARES Y PERSONALES

Mucho más que a Marx, «la horrible indignación por los infames ataques» de Vogt había afectado a su mujer, identificada con él en cuerpo y alma. Le costó muchas noches de insomnio, y aun cuando se resistiera valientemente, copiando todo el extenso manuscrito para mandarlo a la imprenta, se derrumbó apenas estampó la última línea.

El médico dictaminó que era viruela y que había que alejar inmediatamente a los niños de la casa.

Siguieron días espantosos. De los niños se hizo cargo Liebknecht, y Marx se encargó de cuidar personalmente a su mujer, ayudado por Lenita Demuth. La enferma tenía dolores atroces, sufría de insomnio, estaba muerta de miedo por su marido, que no se apartaba de su lado, y tenía paralizados todos los sentidos, aunque conservaba lúcida la inteligencia. A la semana, se produjo la crisis salvadora, gracias a que la habían vacunado dos veces. Ahora, el médico dijo que aquella espantosa enfermedad había sido, en el fondo, una suerte. La excitación nerviosa en la que había vivido la mujer de Marx desde hacía dos meses era la causa de que hubiese contraído la infección en un comercio, en un tranvía o donde fuera, pero, sin ella, aquel estado de nerviosismo hubiera conducido a una fiebre mucho más peligrosa todavía, o a otra cosa parecida.

Apenas empezó su mujer a reponerse, cuando Marx cayó a su vez enfermo, por el gran susto que había pasado, los cuidados y las torturas de todo tipo. Por primera vez se le presenta, en forma aguda, su padecimiento crónico del hígado. El médico también atribuyó la enfermedad a la constante excitación. Encima de no recibir un centavo por el agotador trabajo de respuesta a Vogt, el New York Tribune lo pone a medio sueldo y los acreedores asedian la casa. Después de curarse, Marx, según escribe su mujer a Frau Weydemeyer, decide hacer «un crucero pirata a Holanda, el país de los padres, del tabaco y del queso», a ver si consigue sacar algo de su tío.

Esta carta tiene fecha de 11 de marzo de 1861; es una carta llena de radiante buen humor, testimonio elocuente de la «vitalidad natural», no menos fuerte en Jenny Marx, a su manera, que en su marido. Después de largos de silencio, los Weydemeyer, quienes también habían tenido su cuota de problemas en su exilio norteamericano, volvieron a escribir, y la mujer de Marx abrió inmediatamente su corazón ante «la valiente y fiel compañera de sufrimientos, luchadora y mártir». Le dijo que lo que la sostenía en medio de todos sus sufrimientos y miserias, «el punto brillante de mi existencia, el lado luminoso de nuestra vida», era la alegría que le daban sus hijos. Jenny que ya tenía diecisiete años, se parecía más el padre, «con su pelo negro, brillante y abundante, y sus ojos, también negros resplandecientes y dulces, y aquella tez oscura de criolla, que poco a poco iba tomando un tono sonrosado, auténticamente inglés». Laura que tenía quince años, había salido a su madre, «con el pelo castaño ondulado y rizado, y aquellos ojos verdosos y tornasolados, que brillaban como eternas luces de alegría». «Son dos muchachas lozanas y muy bonitas, y tan modestas, las pobres, que muchas veces me quedo, para mí, admirada. Sobre todo, pensando en lo que era su mamá cuando tenía sus años; seguramente que sobre ella no podía decirse lo mismo».

Pero, por mucha alegría que las dos hijas mayores les proporcionaran a sus padres, «la idolatrada delicia de la casa» era la hijita más pequeña, Leonor o Tusy, como sus padres la llamaban. «Esta niña nació precisamente por los días en los que perdimos a nuestro pobre y querido Edgar, y todo el amor que teníamos por su hermanito, todo el cariño y la ternura de aquella criatura, los trasladamos a esta niña, a quien sus hermanas mayores han cuidado con un celo casi maternal. Seguramente que no hay en el mundo criatura más deliciosa; es bonita como una estampa y tiene un carácter risueño y alegre. Es un encanto oírla hablar y contar cuentos. Esto lo ha aprendido de los hermanos Grimm, que no se apartan de ella de día ni de noche. Todos tenemos que leerle, hasta cansarnos, el libro de cuentos, pero ¡hay de nosotros si nos salteamos una sola sílaba de Caperucita, del Rey Pico de Loro o de Copito de Nieve! Gracias a estos cuentos, la niña ha aprendido, además del inglés, que flota en el ambiente, el alemán, que habla con gran corrección. Esta niña es el encanto de Carlos, y con sus risas y charlas le aleja no pocas preocupaciones». Luego, pasa a hablar de Lenita, su fiel servidora. «Pregunte usted a su bonísimo marido por ella, y él le dirá el tesoro que tengo en esta criatura. Lleva dieciséis años con nosotros, haciéndole frente a todas las tormentas». Esta deliciosa carta termina hablando de los amigos, y aquellos que no se han demostrado totalmente fieles a su Carlos son juzgados, como por auténtica mujer, más severamente que por su propio marido. «A mí no me gustan las cosas a medias», escribe ella, explicando por qué había roto toda relación con las mujeres de la familia Freiligrath.

Mientras tanto, Marx había terminado su «crucero pirata» por Holanda, donde tuvo bastante suerte. Desde allí se dirigió a Berlín, para estudiar sobre el terreno un plan que Lassalle no dejaba de recomendar: la fundación de un órgano propio del partido, cuya necesidad había justificado la crisis del año 1859 y cuya posibilidad creaba la amnistía decretada por el ya rey Guillermo, al subir al trono en el año 1861. Esta amnistía era bastante miserable, llena de trampas y reservas, pero, con todo, les permitía a los antiguos redactores de la Nueva gaceta del Rin reintegrarse a Alemania.

En Berlín, Marx fue recibido por Lassalle «con gran afecto», pero él en «lugar» seguía «repeliéndole personalmente». Nada de alta política, sino los conflictos de siempre con la policía y la eterna lucha entre militares y civiles. El tono que domina en Berlín es insolente y frívolo. Las Cámaras son objeto del desprecio general. Aun comparadas con los negociadores de 1848, que no podía decirse que fuesen ningunos titanes, Marx veía en aquel parlamento prusiano, con sus Simsons y sus Vinckes, «una extraña mezcla de oficina y escuela»; las únicas figuras que, por lo menos, tenían un aspecto decoroso, en medio de aquella banda de pigmeos, eran Waldeck, de un lado, y del otro Wagener y el Don Quijote de Blankemburgo. No obstante, Marx creía percibir en un gran sector de público una corriente general de racionalismo crítico y un gran descontento con la prensa burguesa; gente de todos los rangos creía inevitable una catástrofe. Se daba por descontado que en las elecciones que habrían de celebrarse en el otoño saldrían elegidos los antiguos negociadores, a quienes el rey temía como a republicanos rojos y que sacarían adelante los nuevos planes militares. En estas condiciones, Marx creía que valía la pena deliberar acerca del proyecto de periódico de Lassalle.

Pero no tal y como Lassalle se lo proponía. Éste aspiraba a ser redactor-jefe del periódico que se fundara, con Marx y Engels, pero a condición de que estos no tuviesen más votos que él solo, pues entonces su opinión no prevalecería nunca. Seguramente que Lassalle solo expondría esta idea, que condenaba de antemano al periódico a nacer muerto, en el curso de una charla superficial, pero lo interesante es ver cómo Marx se resistía a reconocerle una intervención decisiva en la empresa. Fascinado por el prestigio que en ciertos círculos eruditos le había otorgado su Heráclito, y en otros sectores de opinión su bodega y su cocina, Lassalle ignoraba, naturalmente —dice Marx—, que estaba completamente desprestigiado ante el gran público. «Además, su afán de tener razón siempre, su obstinado ‘espíritu especulativo’ (el compañero sueña incluso con una nueva filosofía hegeliana de segunda potencia, que él escribirá), su infección de viejo liberalismo francés, su ampulosa pluma, su intrusismo, su falta de tacto, etcétera. Lassalle podría hacer un buen trabajo como uno de tantos redactores, y sujeto a una estricta disciplina. De otro modo, no hará más que ponemos en ridículo». Este era el informe que Marx le transmitía a Engels de las negociaciones con Lassalle, añadiendo que para no molestar a su huésped, había postergado toda respuesta concluyente hasta consultar con Engels y Guillermo Wolff. Engels, que tenía los mismos reparos que Marx, también se opuso a la propuesta.

Por lo demás, todo el plan era un castillo en el aire, como Lassalle lo clasificara una vez, presintiendo lo que habría de ocurrir. Entre las miserias de la amnistía prusiana se contaba la de que aun en los casos en los que les concedía a los fugitivos de los años de la revolución, bajo condiciones aceptables a medias, el retorno impune al país, no les reintegraba, ni mucho menos, su carta de naturaleza, que según las leyes prusianas habían perdido al residir más de diez años seguidos en el extranjero. De este modo, quien volviese a instalarse en Alemania, quedaba expuesto a que, de la noche a la mañana, cualquier jefe policial, en un momento de mal humor, lo pusiese de patitas en la frontera. Y en el caso de Marx era todavía más grave, dado que, ya varios años antes de la revolución, aunque hubiese sido obligado por la persecución de la policía prusiana, había solicitado salirse del Estado de Prusia. Lassalle, como apoderado suyo, movió cielo y tierra para gestionar que le reintegraran la ciudadanía prusiana; para conseguirlo, halagó hasta el cansancio al director general de policía de Berlín y al ministro del Interior, conde de Schwerin, pero todo fue en vano. El primero le dijo sin vueltas que no había más obstáculo que se opusiese a la naturalización de Marx que sus «ideas republicanas, o por lo menos no monárquicas», y el segundo, contestando a la objeción que Lassalle le hizo de que no cayera en la misma «inquisición de ideas y en las mismas persecuciones por ideas políticas», que tanto había censurado en sus antecesores Manteuffel y Westfalia, formuló esta seca y sucinta respuesta: «por el momento al menos, no existe ninguna razón especial para concederle la naturalización a su recomendado Marx». Un Estado como el prusiano no podía tolerar en su seno al «recomendado Marx»; en eso tenían razón los oscuros ministros, así como el conde de Schwerin y sus antecesores Kühlwetter y Manteuffel.

Desde Berlín, Marx hizo una excursión al Rin, visitó a los viejos amigos de Colonia y a su anciana madre, que pasaba en Tréveris sus últimos días; a principios de mayo, estaba otra vez de vuelta en Londres. Esta vez, esperaba ponerle fin a la penuria que sufría su familia, y encontrar el tiempo y la calma suficiente para concluir su libro. En Berlín, había conseguido entablar las relaciones, tantas veces frustradas, con la Wiener Presse, que prometió pagarle una libra por cada artículo y la mitad de este precio por cada informe. Las relaciones con la New York Tribune también parecían revivir. Esta revista publicaba ahora con continuidad sus artículos, destacando su importancia. «Son curiosos estos yanquis —opinaba Marx—, que alaban los artículos de sus propios corresponsales». También la Wiener Presse le daba «una gran importancia a sus colaboraciones». Pero las viejas deudas seguían sin pagarse, y la ausencia de ingresos en los días que había durado la enfermedad y el viaje a Alemania contribuyeron «a sacar otra vez la basura a la superficie»; el saludo de año nuevo de Marx a Engels fue, más que un saludo, una maldición: si el año que se iniciaba iba a ser como el que terminaba, podía irse al infierno.

Y, en efecto, el año 1862 no solo igualó a su antecesor, sino que incluso lo superó en miserias. La Wiener Presse, a pesar de todo lo que presumía de los artículos de Marx, se portaba de una manera todavía más miserable, si cabía, que la revista norteamericana. Ya en el mes de marzo, Marx le escribía a Engels: «Me es indiferente que no me publiquen los mejores artículos (a pesar de que me esfuerzo en escribirlos de manera tal que puedan publicarlos). Lo que no puedo consentir, económicamente, es que no me publiquen ni me paguen más que un artículo de cada cuatro o cinco. Esto me ubica muy por debajo de los cajistas». Con la New York Tribune perdió todo contacto en el transcurso de este año, por causas que no han podido conocerse en detalle, pero que dependerían, es seguro, más o menos directamente de la guerra de secesión.

Marx saludó con mucha simpatía aquella guerra, sin preocuparse de las desgracias que le causaba. «No hay que perder de vista —escribiría años más tarde, en el prólogo a su magnífica obra científica El Capital— que la guerra de la independencia norteamericana fue, en el siglo XVIII, la campana que puso de pie a la clase media europea, como la de secesión puso de pie a la clase obrera de América». En sus cartas a Engels, seguía con mucho interés e indagaba minuciosamente el curso de este conflicto. Se consideraba a sí mismo un lego en cuestiones militares y bélicas, y seguía con gusto las orientaciones de Engels, que aún hoy mantienen un gran interés, no solo histórico sino también político. En sus cartas aparece analizado hasta el fondo el problema militar y de las milicias, que resume en esta frase: «Solo una sociedad estructurada y educada de una manera comunista podrá acercarse al sistema de las milicias, e incluso así no podrá realizarlo por completo». Aunque en un sentido muy distinto al que tiene en boca del poeta, también aquí se confirma, una vez más, aquello de que en la limitación es donde se ve al maestro.

La maestría que Engels había conseguido en sus análisis sobre cuestiones militares limitaba sus horizontes generales. La miseria táctica con la que los Estados del Norte combatían le hacía pensar, a veces, en su derrota. «Lo que me desorienta, en todos los éxitos de los yanquis —escribía Engels, en mayo de 1862—, no es la situación militar de por sí. Esta no es más que el resultado de la desidia y la inacción típica de todo el norte. ¿Dónde está, en aquel pueblo, la energía revolucionaria? Se dejan apalear, y se sienten orgullosos de los golpes que reciben. ¿Dónde hay, en todo el norte, un solo indicio que demuestre que aquel pueblo se toma algo en serio? Jamás he visto algo similar, ni siquiera en las peores épocas de Alemania. Parece como si a los yanquis les resultara más placentero estafar a sus acreedores». En julio daba todo por perdido para los del norte, y en septiembre los del sur, que al menos sabían qué querían, le parecían verdaderos héroes, comparados con el desastre de los otros.

Marx, sin embargo, estaba firmemente convencido de que triunfarían los del norte. «En lo que se refiere a los yanquis —decía en septiembre, en respuesta a Engels—, no hay quien me disuada de que triunfará el norte… El modo que tiene de librar la guerra es todo lo que puede esperarse de una República burguesa que por tanto tiempo ha estado gobernada por el fraude. El sur, que es una oligarquía en la que todo el trabajo productivo está a cargo de los negros, y los cuatro millones de blancos son todos explotadores de profesión, sabe hacer las cosas mejor. Pero, pese a eso, apostaría la cabeza a que esta gente tiene las de perder». Y la realidad le dio la razón a Marx, confirmando que también la guerra está determinada, en última instancia, por las condiciones materiales en las que los beligerantes viven.

Para entender en toda su magnitud aquella maravillosa lucidez, hay que leer el resto de la carta, en la que se ve la miseria agobiante en la que Marx vivía. Según le escribía a Engels, se había decidido a dar un paso, al que jamás pudo decidirse antes ni después: conseguir un trabajo. Había una posibilidad de que lo ubicaran en una oficina inglesa de ferrocarriles; pero el intento fracasó —y no sabía si alegrarse o lamentarlo— debido a su mala caligrafía. Mientras tanto, la penuria era cada día mayor. Marx se enfermaba reiteradamente. Además de su viejo problema en el hígado, empezaron a salirle carbunclos y forúnculos dolorosísimos, que podían durarle años enteros. Su mujer, con este complicado horizonte, no podría mantenerse en pie mucho tiempo. Las niñas carecían hasta de vestidos y zapatos para ir a la escuela; era el año de la Exposición Universal de Londres y, mientras sus amigas se divertían, ellas, hundidas en la miseria, temblaban cada vez que alguien tocaba a la puerta. La hija mayor, suficientemente grande ya para entender la situación, sufría terriblemente; a espaldas de sus padres, hizo el intento de prepararse para el teatro.

Marx empezó a acercarse a una idea con la que ya venía debatiéndose hacía largo tiempo, aunque iba demorando su ejecución, preocupado por la educación de sus hijas. Dejaría sus muebles al propietario de la casa, que le había mandado a los oficiales de justicia, se declararía en quiebra con los demás acreedores, buscaría, por medio de sus amigos, alguna familia inglesa donde colocar como institutrices a las dos hijas mayores, pondría a Lenita Demuth a trabajar en otra casa, y él, con su mujer y su hija menor, se iría a vivir a una de las pensiones que habitaban los pobres.

Gracias a Engels, no tuvo necesidad de apelar a este recurso heroico. En la primavera de 1860 había muerto el padre de éste, dejándole una posición mucho mejor en la empresa Ermen & Engels, con la posibilidad de transformarse en socio, aunque esa mejora también significara que tendría que vivir con más estilo que antes. Pero la crisis norteamericana, que pesaba considerablemente sobre el mercado, restringió de un modo sensible sus ingresos. En los primeros días del año 1863 tuvo la desgracia de perder a Mary Burns, aquella hija del pueblo de Irlanda con quien se había casado hacía diez años. Profundamente conmovido, le escribió a Marx: «Me resulta imposible describir cómo me siento. La pobre me quería de todo corazón». Pero Marx —y esto revela mejor que nada hasta qué punto estaba con el agua al cuello— no le contestó con la simpatía y el afecto que Engels esperaba; después de dedicarle unas cuantas palabras interiormente frías de pésame, pasaba a describirle minuciosamente la desesperada situación en la que se encontraba, diciéndole que si no conseguía sacar de algún lado una suma de importancia, su casa no se sostendría en pie ni dos semanas más. Cierto es que declaraba cuán «asquerosamente egoísta le parecía a él mismo irle al amigo, en momentos como este, con tales problemas». «Pero ¿qué puedo hacer? En todo Londres no hay una sola persona con quien pueda hablar abiertamente, y en casa tengo que mantener un silencio estoico, para compensar un poco las explosiones de la otra parte». Engels se sintió dolido por la «fría recepción» que había encontrado su desgracia en Marx, y no se recató para decírselo en su respuesta, que retrasó unos días. Le decía, también, que no podía disponer de tamaña suma, pero le hacía varias propuestas para sacarlo del apuro.

Marx también dilató su respuesta unos cuantos días, no porque se obstinara en su sinrazón, sino para dejar que se calmaran un poco los ánimos. En esta carta confesaba honradamente su culpa, aunque rechazando el reproche de «falta de corazón». Al igual que en la carta siguiente, le explica abiertamente, a la vez que de un modo conciliador y lleno de tacto —era evidente que Engels tenía que sentirse profundamente herido de que su mujer no le hubiera escrito ni una línea de condolencia por la muerte de su amada—, qué era lo que le había hecho perder la cabeza. «Las mujeres son unas criaturas muy cómicas, incluso las más inteligentes. Mi mujer se pasó toda la mañana llorando por Mary y tu desgracia, sin acordarse para nada de las suyas, que llegaron a su apogeo, precisamente, aquel mismo día; por la tarde, ya creía que ningún hombre del mundo podría sufrir tanto como nosotros, con todos nuestros hijos y los agentes de embargo en casa». Pero Engels no necesitaba de muchas palabras de arrepentimiento para reconciliarse. «No es posible convivir largos años con una mujer sin que a uno lo conmueva dolorosamente su muerte. Siento que con ella he enterrado todo lo que me quedaba de juventud. Cuando recibí tu carta, todavía tenía en casa su cuerpo. Te digo que esa carta no se me fue de la cabeza en toda la semana; no había modo de olvidarla. Pero tu última carta la ha borrado; no sabes la alegría que me da ver que con Mary no he enterrado también a mi viejo y mejor amigo». Fue la primera y la última tensión que hubo en la amistad de estos dos hombres.

Por medio de un «golpe muy audaz», Engels consiguió reunir cien libras esterlinas, que sacaron a Marx un poco a flote y le permitieron abandonar la idea de trasladarse a una pensión. Así se las fue arreglando para pasar el año 1863, al final del cual su madre murió. La herencia no debió ser mucha. Las que le ofrecieron algún respiro, sin embargo, fueron las 800 o 900 libras que heredó de Guillermo Wolff, quien lo dejó como principal heredero.

Wolff murió en mayo de 1864, dejando profundamente apenados a Marx y Engels. No había cumplido todavía cincuenta y cinco años; jamás se había fijado en sí mismo, entre las tormentas de una vida agitada, y Engels se lamentaba de que el sentimiento obstinado del deber con el que cumplía sus obligaciones de maestro había acelerado su muerte. La simpatía que tenían por él los alemanes de Manchester le había permitido tener, después de pasar en el destierro por muchas penurias, una vida bastante holgada. La herencia paterna debió haber llegado a sus manos poco tiempo antes de morir. Marx le dedicó «a su amigo inolvidable, el valioso, leal y noble campeón del proletariado», el primer tomo de su inmortal obra maestra, en la que lo ayudó a trabajar tranquilamente durante una temporada el último gesto de amistad que tuvo por él Wolff.

Claro que esto no espantó para siempre los cuidados de la casa de Marx, pero la miseria no volvió a apropiarse jamás con la crueldad y desolación de aquellos años, ya que en setiembre de 1864 Engels cerró con los Ermen un contrato por cinco años, en el que se le daba participación en la empresa, y esto le permitía ir en auxilio de su amigo, con manos que, si siempre fueron incansables, ahora se veían más colmadas.

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