CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (VII)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (VII) 1
Volvimos para disfrute de nuestros amigos con la Biografía de Carlos Marx por Franz Merhing. En esta ocasión con la primera parte del Capítulo IV; de cómo Marx y Engels llegaron a conclusiones similares sin conocerse.

CAPÍTULO IV

FEDERICO ENGELS

1. OFICINA Y CUARTEL

Federico Engels nació en Barmen, el 28 de noviembre de 1820. No fue precisamente el ambiente de familia el que le infundió las ideas revolucionarias, ni a ellas lo arrastró tampoco la penuria personal, sino su clara inteligencia: le ocurrió como a Marx, en ambos aspectos. Su padre era un fabricante bien acomodado, de ideas conservadoras y ortodoxas; en punto a la religión, Engels tuvo que vencer mayores obstáculos que Marx.

Se dedicó al comercio, después de haber cursado en el Instituto de Elberfeld hasta un año antes del examen de bachiller. Como Freiligrath, se convirtió en un magnífico comerciante, sin que el «vil comercio» llegase a infiltrarse jamás en su corazón. Lo vemos retratado por primera vez de cuerpo entero en las cartas que, a los dieciocho años, siendo meritorio en la oficina del cónsul Leopold de Brema, dirige a los hermanos Graber, dos amigos del colegio, ahora estudiantes de teología. En estas cartas, se habla apenas de comercio ni de negocios. Solo alguna que otras alusiones, como ésta: «Dada en el pupitre de la oficina, hoy no tuvimos la garganta seca». Ya en su juventud, como sería luego en su madurez, Engels era un buen bebedor; y aunque no fuese a la famosa «Taberna del Conejo» de Brema a soñar, como Hauff, ni a cantar, como Heine, no deja de hablarnos, con rudo humorismo, de las «grandes borracheras» que se tomó alguna que otra vez bajo aquellas bóvedas venerables.

También él, como Marx, hizo sus primeros ensayos poéticos, convenciéndose no menos rápido que aquel de que en este jardín no crecían los laureles para su frente. En una carta fechada el 17 de septiembre de 1838, es decir, antes de cumplir los dieciocho años, declara que le han convencido los consejos de Goethe «para jóvenes poetas», curándole de sus ilusiones en esta carrera. Se refiere a los dos pequeños estudios de Goethe en los que el viejo maestro explica que la lengua alemana ha llegado a tan alto grado de perfección, que a cualquiera le es dado expresarse, si le place, en ritmos y en rimas, sin que deba asignar al hecho demasiada importancia. Goethe cierra sus consejos con esta «frase rimada»:

Advierte joven, a tiempo
que hay talentos muy notables
para acompañar las musas,
mas que como guías no valen.

El joven Engels se encontró perfectamente retratado en estos consejos, y comprendió que sus rimas no iban a aportar gran cosa al arte. Seguiría ejercitándose en ellas únicamente como «aditamento agradable», según la frase de Goethe, y estamparía alguna que otra poesía en un diario, «ya que otros tan asnos como yo, y aún más, lo hacen, y puesto que con ello no voy a alzar ni a bajar tampoco el nivel de nuestra literatura». El tono jocoso y campechano al que Engels fue siempre tan aficionado, no ocultaba tampoco ningún espíritu frívolo en aquellos años de juventud: en la misma carta a que acabamos de aludir, pedía a sus amigos que le enviasen desde Colonia libros populares, el Sigfredo, el Eulenspiegel, Elena, Octaviano, los Mentecatos, los Hijos de Heymon, el doctor Fausto, y decía que estaba estudiando a Jacobo Bohmes: «Es un alma sombría, pero profunda. La mayor parte de las cosas hay que estudiarlas con todos los cinco sentidos, para comprender algo».

Aquella tendencia a profundizar hízole aborrecible a Engels, ya en su temprana juventud, la superficial literatura de la «joven Alemania». En una carta escrita poco después de aquella, el 10 de enero de 1839, dedica unas cuantos dicterios a estos «caballeros», muy principalmente por lanzar al mundo en sus libros cosas que en el mundo no existen. «Este Teodoro Mundt ensucia el mundo con su señorita Taglioni, haciéndola bailar con Goethe; se adorna con plumas tomadas de Goethe, de Heine, de Rahel y Stiegletz, nos cuenta los más sabrosos absurdos acerca de Bettina; pero todo de un modo tan moderno, tan moderno, que por fuerza tiene que ser delicioso para las damas jóvenes, frívolas y vanidosas que le lean… ¡Y qué decir de este Enrique Laube! Este caballero produce sin inmutarse todo lo que se le ocurre, caracteres que no existen, cuentos de viaje que no lo son, absurdo tras absurdo, ¡es espantoso!» El joven Engels hacía notar el «nuevo espíritu» en la literatura del «trueno de la revolución de julio», «la más bella expresión de la voluntad popular, desde la guerra de la Independencia para acá». Entre los representantes de este espíritu contaba a Beck, a Grün y a Lenau, a Immermamm, a Platen, a Borne y a Heine, y, finalmente, a Gutzkow, a quien ponía, con certero juicio, sobre todos los demás astros de la «joven Alemania». En el «Telégrafo», una revista dirigida por este «magnífico y honrado hombre», publicó Engels, según una carta suya del 1º de mayo de 1839, un artículo, pero rogando que se guardase la más estricta discreción, pues de otro modo podía costarle «infernales quebraderos de cabeza».

Si el joven Engels no se dejaba engañar acerca de la nulidad estética de las obras de la «joven Alemania», ni por sus largas tiradas de libertad, no perdía tampoco de vista, pese a esta falta de valor estético, los ataques ortodoxos y reaccionarios que se dirigían contra el movimiento. En este terreno, abrazaba abiertamente el bando de los perseguidos, afirmábase él mismo como «joven alemán», y amenazaba a uno de sus amigos en estos términos: «Ten en cuenta, Fritz, tú que vas para pastor, que podrás ser todo lo ortodoxo que quieras, pero si se te ocurre hacerte pietista, tendrás que habértelas conmigo». Estos reflejos expresaban también, indudablemente, la manifiesta preferencia que sentía por Borne, cuya obra contra el denunciante Menzel consideraba, estilísticamente, como la primera obra de Alemania. Heine tenía que conformarse, en cambio, con verse tildado de «granuja» alguna que otra vez. Eran los días de la gran indignación contra el poeta, cuando el joven Lassalle escribía en su diario: «¡Y este hombre ha desertado de la causa de la libertad! ¡Y este hombre ha trocado el gorro jacobino que cubría sus nobles rizos por un sombrero de copa!»

Pero no fueron ni Borne ni Heine, ni ningún otro poeta, quienes trazaron a Engels, en su juventud, la senda de la vida, sino que fue su propia estrella la que le forjó como hombre. Procedía de Barmen y vivía en Brema, los dos grandes baluartes del pietismo en el norte de Alemania: la emancipación de estas trabas abre la gran cruzada liberadora que llena su gloriosa vida. Siempre que pugna con la fe de su infancia, su voz cobra una ternura desacostumbrada en él. «Rezo diariamente, me paso casi todo el día entero rezando por la verdad, lo que he venido haciendo desde que despuntó en mí la primera duda, y sin embargo, no puedo retornar a vuestra fe… Se me caen las lágrimas al escribirte, me siento estremecido, pero presiento que no me perderé, que tarde o temprano encontraré a Dios, por el que clama todo mi corazón. También esto es testimonio del Espíritu Santo, y bajo este signo viviré y moriré, aunque la Biblia diga de una y mil veces lo contrario». En este duelo espiritual, el joven Engels pasa de las manos de Hengstenberg y Krummacher, los jefes de la ortodoxia de la época, después de atravesar, con más asombro que otra cosa, por Schleiermacher, a manos de David Strauss, y confiesa a sus amigos teológicos que ya no hay retorno para él. Un verdadero racionalista podrá tal vez retornar de sus explicaciones naturales de los misterios y de sus superficiales escrúpulos de moral a la camisa de fuerza ortodoxa, pero la especulación filosófica no puede descender de las «alturas bañadas por el sol» a los «valles neblinosos» de la ortodoxia. «Estoy a punto de hacerme hegeliano. No sé todavía si me haré o no, pero Strauss me ha descubierto en Hegel luces que no me desagradan. Además, su filosofía de la historia (la de Hegel) parece como cortada por mí». La ruptura con la Iglesia lo llevó de la mano a la herejía política. Ante un discurso clerical de homenaje al rey de Prusia, al hombre de la ofensiva contra los demagogos, este joven exaltado exclama: «Yo no espero nada bueno más que de aquel príncipe en cuyos oídos resuenan todavía las bofetadas de su pueblo y las ventanas de cuyo palacio fueron apedreadas por la revolución».

Con estas ideas, Engels se remontó, pasando por el «Telégrafo» de Gutzkow, a la región de los «Anales alemanes» y de la «Gaceta del Rin». En los dos órganos colaboró alguna que otra vez durante su año de servicio voluntario, que hubo de prestar desde octubre de 1841 hasta octubre de 1842 en el regimiento de artillería de la Guardia de Berlín, en el cuartel situado en el Kupfergraben, no lejos de la casa donde vivió y murió Hegel. Su nombre literario de guerra, Federico Oswald, tras el que se había refugiado sin duda por no herir los sentimientos conservadores y ortodoxos de su familia, hubo de retenerlo ahora, «sirviendo al rey», por razones de mucho más peso. Consolando a un escritor a quien había criticado duramente en los «Anales alemanes», escribíale Gutzkow, el 6 de diciembre de 1842: «El triste mérito de haber sacado de la pila literaria a F. Oswald me corresponde, desgraciadamente, a mí. Hace unos años, un aprendiz de comerciante llamado Engels que mandó de Brema varias cartas sobre el Wuppertal. Las corregí, taché las personalidades que me parecían demasiado claras, y las inserté. Después, me remitió varias cosas más, todas las cuales hubieron de ser arregladas por mí. De pronto, se opuso a estas correcciones, se dedicó a estudiar a Hegel y se pasó a otros periódicos. Poco antes de que apareciera la crítica contra usted, le envié quince táleros a Berlín. Así son todos estos novatos. Lejos de estarnos agradecidos, ya que gracias a nosotros pueden pensar y escribir, el primer acto que cometen es un parricidio espiritual. Naturalmente que toda esta maldad no significaría nada, si la «Gaceta del Rin» y el periódico de Ruge no les diesen facilidades». Es el cacareo de la gallina que ve saltar al agua al pato a quien empolló creyéndole polluelo de su raza.

Engels, que en la oficina era un buen comerciante, fue en el cuartel también un buen soldado; desde ahora y hasta el final de su vida, la ciencia militar se contará entre sus estudios favoritos. En este estrecho y constante contacto con la práctica de la vida diaria, se compensaba felizmente lo que a su conciencia filosófica pudiera faltarle de profundidad especulativa. Durante el año de voluntario, alternó alegremente con los «libres» de Berlín y tomó parte, con dos o tres artículos, en sus luchas, cuando todavía su movimiento no había degenerado en lo que más tarde había de llegar a ser. En abril de 1842 apareció como trabajo anónimo, en una editorial de Leipzig, su obrita de 55 páginas, titulada Schelling y la Revelación, en la que criticaba «la última tentativa de reacción contra la filosofía libre», la tentativa de Schelling, llamado a una cátedra en la Universidad de Berlín, para batir con su fe en la revelación la filosofía hegeliana. Ruge, que creía el escrito obra de Bakunin, saludó su publicación con un elogio muy halagador: «Este joven amable deja atrás a todos los asnos viejos de Berlín». Este pequeño escrito mantenía todavía, llevándolo a sus últimas consecuencias, el neohegelianismo filosófico; pero no iban tampoco descaminados otros críticos, cuando veían en él una mezcla exaltada de poesía y filosofía.

Por aquella misma época, bajo la impresión, reciente todavía, de la destitución de Bruno Bauer, Engels publicó en Leumünster, cerca de Zúrich, anónimo también, un «poema histórico cristiano» en cuatro cantos, que era una sátira al «triunfo de la fe» sobre el «diablo mayor», «enérgicamente dominado». En este poema, hacía también abundante uso del privilegio que tiene la juventud de desdeñar toda crítica transigente; sirvan de prueba de su arte los siguientes versos, en los que Engels se retrata a sí mismo y a Marx, a quien aún no conocía personalmente:

Pero el que más a la izquierda avanza, a grandes zancadas,
es Oswald, chaqueta gris, calzones color canela
—color canela por dentro, también—; Oswald montagnard
de pura cepa, vestida la zalea, aborrascadas
las greñas. Un instrumento tañe, y es la guillotina
en que sin descanso viene tañendo una cavatina;
sin cesar atruena el canto infernal, y la tonada
sin cesar ruge y resuena:
Aux armes, citoyens! Formez vos bataillons!

¿Quién es el que avanza luego con estrépito salvaje?
Un moreno muchachote de Tréveris, un auténtico
monstruo, avanza, sin pararse, a grandes saltos avanza
y truena, lleno de ira, como si quisiera asir
la vasta lona del cielo y a puño traerla a tierra,
ambos brazos extendiendo a todo lo ancho del aire,
el recio puño cerrado, blandiéndolo sin descanso,
como si diez mil demonios tirasen de su chaqueta.

Al terminar el servido militar, a fines de septiembre de 1842, Engels volvió a casa de sus padres, de donde, dos meses después, salió para Manchester como viajante de la fábrica de hilados Ermen & Engels, de la que su padre era socio. De paso por Colonia, hizo una visita a la redacción de la «Gaceta del Rin», donde vio por primera vez a Marx. El encuentro fue muy frío, pues coincidió precisamente con los días en que Marx había roto con sus antiguos amigos de Berlín. Engels tenía cierto recelo contra él por las cartas de los hermanos Bauer, mientras que Marx veía en Engels a un aliado y correligionario de los berlineses.

2. CIVILIZACIÓN INGLESA

Engels pasó en Inglaterra, durante su primera estancia, veintiún meses, época que viene a representar en su vida lo que para Marx representó el año de destierro en París. Ambos se habían formado en la escuela de la filosofía alemana, y arrancado de ella habían llegado en el extranjero a resultados idénticos; Marx se compenetró con las luchas y las aspiraciones de la época a la luz de la Revolución Francesa; Engels, estudiando la industria inglesa.

También Inglaterra había tenido su revolución burguesa; la había tenido, incluso, un siglo antes que Francia, y por tanto bajo condiciones incomparablemente menos propicias y desarrolladas. Esta revolución había tenido du remate en una transacción entre la aristocracia y la burguesía, instaurando una monarquía común a ambas. La «clase media» inglesa no tuvo que hacer a la monarquía y la nobleza una guerra tan larga y tan obstinada como el «Tercer Estado» en Francia. Pero, mientras que los historiadores franceses solo comprendieron retrospectivamente que la lucha del «Tercer Estado» había sido una lucha de clases, en Inglaterra la idea de la lucha de clases brotó, por así decirlo, de las raíces vivas tan pronto como el proletariado, al dictarse el bill de reforma del año 1832, se lanzó a la lucha con las clases dominantes.

La diferencia se explica teniendo en cuenta que la gran industria removió el suelo inglés mucho más profundamente que el de Francia. Se la ve cómo, a través de un proceso histórico casi tangible, destruye las viejas clases y crea otras nuevas. La estructura interna de la moderna sociedad burguesa era mucho más transparente en Inglaterra que en Francia. La historia y el carácter de la industria inglesa le enseñaron a Engels que los hechos económicos, a que los historiadores solo venían asignando un papel insignificante, cuando le asignaban alguno, eran, a lo menos en el mundo moderno, una potencia histórica decisiva, y constituían la base sobre la cual se erigía el moderno antagonismo de clases. Y también le enseñaron que este antagonismo, allí donde se había llegado a desarrollar plenamente, gracias a la gran industria, determinaba, a su vez, la formación de los partidos políticos, las luchas entre estos partidos y, por consiguiente, toda la historia política en general.

Era natural, dada su profesión, que Engels enfocase en primer término el terreno económico. En los «Anales franco-alemanes», donde Marx había comenzado publicando una crítica de la filosofía del derecho, él comenzó dando a luz una crítica de la economía política. Este pequeño estudio, pletórico todavía de turbulencia juvenil, revela ya, sin embargo, una rara madurez de juicio. Solo a un profesor alemán se le podía ocurrir calificarlo de «obrilla notablemente confusa»; Marx dijo de él, algo más certeramente, que era un «ensayo genial». Un «ensayo» pues lo que dice Engels en estas páginas acerca de Adam Smith y de Ricardo no agotan el tema ni son siempre exactas, y muchas de las objeciones que formula contra ellos habían sido ya formuladas antes que él, seguramente, por los socialistas ingleses o franceses. Pero era con todo un ensayo genial, en el que se pretendía derivar todas las contradicciones de la economía burguesa de su fuente real y verdadera: la propiedad privada. En este estudio, Engels está ya por encima de Proudhon, que solo sabía combatir la propiedad privada desde el mismo terreno de esta institución. La exposición de Engels acerca de los efectos humanos degeneradores del sistema capitalista, acerca de la teoría de la población de Malthus, acerca de la fiebre cada vez más ardiente de la reproducción capitalista, acerca de las crisis comerciales de la ley del salario, de los progresos de la ciencia, que, sojuzgados por la propiedad privada, acaban siempre por convertirse, de medios de emancipación de la humanidad, en medios para reforzar el esclavizamiento de la clase obrera, etcétera, encerraba ya los gérmenes fecundos del comunismo científico en su aspecto económico, que Engels fue, en efecto, el primero en descubrir.

Él se expresaba siempre, hablando de esto, en términos excesivamente modestos. Así decía que había sido Marx el que había dado a sus tesis económicas «la forma clara y definida»; «Marx —decía en otra ocasión— estaba por encima de todos nosotros, veía mucho más allá, y su mirada abarcaba más y lo dominaba todo con más rapidez que nadie»; otra vez, aseguraba que sus descubrimientos los hubiese hecho también Marx por su cuenta, más tarde o más temprano. Pero lo cierto es que en aquel periodo inicial y en el terreno en que había de librarse, después, la batalla definitiva, las primeras insinuaciones partieron de Engels, y Marx no hizo sino recibirlas. Indudablemente que Marx era, de los dos, la cabeza filosóficamente más clara, y sobre todo la más disciplinada, y, si nos empeñásemos en este juego de pros y contras, que no tiene absolutamente nada que ver con la investigación histórica, solo por diversión, podríamos fantasear acerca de si Engels hubiera resuelto como lo resolvió Marx, en su forma francesa más complicada, el problema al que ambos dieron solución. Pero lo cierto es —aunque se haya negado sin razón— que Engels lo resolvió también, con no menos fortuna, en su forma inglesa, harto más simple. Si enfocamos su crítica de la economía política desde un punto de vista estrictamente económico, tendremos no poco que reprocharle; lo que hay en ella de característico y hace de sus páginas un notable progreso en el mundo de la ciencia lo debía su autor a la escuela didáctica de Hegel.

El punto filosófico de partida se revela también, casi tangible, en el segundo artículo publicado por Engels en los «Anales franco-alemanes». En él describe la situación de Inglaterra a la luz de una obra de Carlyle, que considera como el único libro digno de ser leído en la cosecha literaria de todo un año, pobreza que resalta también en significativo contraste con la riqueza de Francia. Engels hace, siguiendo a Carlyle, una observación acerca del agotamiento espiritual de la aristocracia y la burguesía inglesas; el inglés culto, en el que se fija el continente para juzgar el carácter nacional inglés, es —dice Engels— el esclavo más despreciable que hay bajo el sol, pues vive asfixiado entre prejuicios que son, principalmente, prejuicios religiosos. «La parte de la nación inglesa desconocida en el continente, los obreros, los parías de Inglaterra, los pobres son los únicos verdaderamente respetables en este país, pese a todas sus asperezas y a su gran desmoralización. De ellos tiene que partir la salvación de Inglaterra, pues en ellos hay todavía materia moldeable; no poseen la cultura, pero tampoco poseen prejuicios; tienen todavía energía que gastar por una causa nacional, tienen todavía un porvenir por delante». Engels hacía notar cómo, para decirlo con Marx, la filosofía empezaba a aclimatarse en este «candoroso suelo popular»; la Vida de Jesús, de Strauss que ningún escritor honorable se había atrevido a traducir ni ningún librero prestigioso había osado editar, había sido vertida al inglés por un maestro socialista y circulaba en cuadernos de a penique entre los obreros de Londres, Manchester y Birmingham.

Engels traducía los pasajes «más bellos», a «trechos maravillosamente bellos» del libro de Carlyle, en el que pintaba la situación de Inglaterra con los más sombríos colores. Pero no podía compartir las medidas salvadoras propuestas por el autor: una nueva religión, un culto panteísta de los héroes y otras cosas por el estilo; en este punto, Engels se acogía a Bruno Bauer y a Feuerbach. Todas las posibilidades religiosas estaban agotadas, incluso las del panteísmo, que las tesis de Feuerbach en la «Anécdota» habían anulado para siempre. «El problema, hasta aquí, ha sido siempre este: ¿Qué es Dios? La filosofía alemana ha resuelto este problema así: Dios es el hombre. Al hombre le basta con conocerse a sí mismo, con medir por sí mismo todas las condiciones de vida, juzgándolas por su ser y organizando el mundo de un modo verdaderamente humano, con arreglo a los postuladas de su propia naturaleza; de este modo, habrá resuelto el enigma de nuestra época». Y así como Marx había interpretado inmediatamente el hombre de Feuerbach como el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad, Engels veía en la esencia del hombre la historia, que es «para nosotros, el alfa y el omega», a la que «nosotros» colocamos más alto que ninguna otra corriente filosófica anterior; más alto incluso que Hegel, que en el fondo, no la tomaba más que como piedra de toque para comprobar la verdad de sus cálculos lógicos.

Es extraordinariamente sugestivo seguir paso a paso los dos artículos publicados por cada uno de los dos, por Engels y por Marx, en los «Anales franco-alemanes» y ver cómo germinan en ellos las mismas ideas, aunque distintamente coloreadas, vistas aquí a la luz de la Revolución Francesa y allí a través de la industria inglesa, es decir, de las dos grandes conmociones históricas de que data la historia de la sociedad burguesa moderna, pero iguales, en el fondo, unas a otras. Marx había deducido de los derechos del hombre el carácter anárquico de la sociedad burguesa; Engels explicaba del modo siguiente la libre competencia, «la categoría capital del economista, su hija predilecta»: «¿Qué pensar de una ley que solo es capaz de imponerse a costa de esas revoluciones periódicas que son las crisis comerciales? Sí, es cierto, se trata de una ley natural, de una ley que descansa en la inconciencia de las partes interesadas». Marx llegaba a la conclusión de que la emancipación humana no se llevaría a término mientras el hombre no se convirtiera en un ser genérico, mediante la organización de sus fuerzas personales como fuerzas de la sociedad; Engels, por su parte, decía: producir conscientemente, como hombres, no como átomos desperdigados sin la conciencia de pertenecer a un género, y acabareis con todas estas contradicciones artificiosas e insostenibles.

Como se ve, la analogía rayaba casi en la coincidencia literal.

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