Si los océanos murieran…

Si los océanos murieran… 1

El 22 de marzo fue el Día Mundial del Agua, establecido por las Naciones Unidas en junio de 1992. Con motivo de esta fecha publicamos un aparte de un escrito del biólogo marino Jacques Cousteau en la introducción al tomo 1 de su obra Mundo Submarino, en el que nos alerta sobre la importancia de cuidar el agua, que constituye el 70 % del planeta Tierra y que es vital para la supervivencia de todas las especies que lo habitan.

Lo que Cousteau no nos dice es que el responsable principal de que los océanos puedan morir, es el sistema capitalista, destructor de las dos únicas fuentes de riqueza: la fuerza de trabajo y la naturaleza. Y que si queremos preservar la vida misma no hay otro camino que la destrucción del capitalismo imperialista por medio de la Revolución Proletaria Mundial.


El agua no es solamente escasa, no sólo infinitamente preciosa sino también un elemento sumamente original, cuyas combinaciones físicas y químicas ofrecen numerosas particularidades. Por esta naturaleza única del elemento líquido, así como por la termodinámica del sistema acuático mundial, cuyos motores son el sol y el agua, es por lo que nació la vida. El océano es la vida.

Por una irritante paradoja, la humanidad se plantea la cuestión precisamente cuanto está empezando a comprender el mar. En la actualidad, tras miles de años de ignorancia y de superstición, los hombres de nuestra generación comienzan, al fin, a entrever la manera de explotar y aprovechar los inmensos recursos que ofrece ese 70 por 100 de la superficie terrestre. Pero, al propio tiempo, se encuentran comprometidos en una carrera contra reloj para salvar al océano de las depredaciones que ellos mismos llevan a cabo.

Si los océanos de nuestra Tierra murieran —esto es, si, de algún modo, la vida de pronto desapareciera—, sería la más formidable, pero también la más definitiva, de las catástrofes en la historia atormentada del hombre y de los demás animales que con él comparten este planeta.

Desprovisto de vida, el océano empezaría a pudrirse. El hedor procedente de las materias orgánicas en descomposición sería tan grande, que bastaría para alejar al hombre de todas las regiones costeras.

Pero no se harían esperar otras consecuencias todavía más graves. El océano es el principal elemento estabilizador de la Tierra: mantiene un equilibrio exacto entre las diferentes sales minerales y los gases que constituyen nuestro cuerpo y del que depende nuestra existencia. Sin vida en los mares, el contenido de la atmosfera en gas carbónico comenzaría a aumentar inexorablemente.

Superada una cierta proporción del CO2, el efecto llamado “de invernadero” entraría en juego: el calor irradiado por la Tierra hacia el espacio, mantenido bajo la estratósfera, originaria, originaría una brusca elevación de la temperatura del globo al nivel del mar. Los casquetes polares se fundirían en ambos polos, mientras que el nivel los océanos subiría unos treinta metros en pocos años. Todas las ciudades se inundarían. Para evitar ahogarse, una tercera parte de la humanidad se vería obligada a refugiarse en colinas y montañas, incapaces de acogerla y proveer su subsistencia. Entre otros efectos de la muerte de los océanos, la superficie de las aguas se cubriría de una espesa costra de residuos orgánicos, la cual influiría en la evaporación, reduciría las precipitaciones y provocaría una sequía general y, por fin, el hambre.

Todo ello no sería sino el principio de la fase última del desastre. Hacinados en las alturas, hambrientos, sometidos a violentas tempestades y extrañas epidemias, rotos todos los lazos familiares y sociales, los supervivientes empezarían a sufrir la falta de oxígeno debida a la desaparición de las algas del plancton y a la reducción de la vegetación terrestre. Confinados en la estrecha franja de tierra que separaría a los mares muertos de las pendientes montañosas estériles, la especie humana experimentaría una intolerante agonía. Tal vez treinta o cincuenta años después de la muerte de los océanos, el último hombre del planeta, en el que la vida orgánica se limitaría a las bacterias y a algunos insectos necrófagos, exhalaría su último suspiro.

¿Por qué empezar esta obra sobre el tema que más me apasiona en el mundo con semejante visión de pesadilla? Sencillamente, porque la muerte del mar es posible y nosotros hemos de intentar evitarla a toda costa. Si el hombre existe, es únicamente porque el planeta le alberga -la Tierra- es el único cuerpo celeste, que sepamos, en que la vida es posible. Ello es así porque se trata de un “planeta de agua”, siendo el agua misma, tal vez, tan escasa como la vida. El agua no es solamente escasa, no sólo infinitamente preciosa sino también un elemento sumamente original, cuyas combinaciones físicas y químicas ofrecen numerosas particularidades. Por esta naturaleza única del elemento líquido, así como por la termodinámica del sistema acuático mundial, cuyos motores son el sol y el agua, es por lo que nació la vida. El océano es la vida.

He aquí por qué debe cambiar nuestra actitud respecto del mar. Dejemos de ver en él un misterio, una amenaza, una inmensidad en la que cualquier interferencia por nuestra parte no tendría importancia; un lugar sombrío y siniestro, lleno de secretos y de maravillas. No nos limitaremos a imitar a los estudiosos de otros tiempos que surcaban y observaban los mares para elaborar listas de mamíferos, de aves, de medusas, de temperaturas, de corrientes y movimientos migratorios. Preferimos más bien, pasar revista a los grandes temas de la vida del océano, hablar de sus pulsaciones, sus dramas y sus ciclos estacionales; mostrar cómo provee al sustento de sus multitudes de seres vivos; cómo armoniza los ritmos físicos y biológicos de la Tierra entera, y conocer lo que le perjudica y lo que le beneficia. Pretendemos, en fin, – y no es la menor de nuestras ambiciones- narrar sus historias.

Yo dedico esta serie de libros al agua, a la vida -que depende del agua- y al padre de las aguas; el Océano.

Jacques Yves Cousteau

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