Sobre el Origen de la Opresión de la Mujer y Cómo Alcanzar su Liberación

Engels sobre el origen de la opresión de la mujer

Con ocasión del 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, queremos compartir con nuestros seguidores, un aparte de la gran obra de Federico Engels “El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado”.

Hemos escogido especialmente esta obra, por cuanto explica científicamente el origen de la opresión a la mujer y, claro está, la salida a ese infierno de explotación y opresión, engendrado desde que en la sociedad empieza a existir un excedente en la producción y unos adueñándose de dicho excedente; apareciendo así: la división de la sociedad en clases, la propiedad privada y el Estado, como una máquina de dominación de un sector de la sociedad sobre la inmensa mayoría. Quedando la mujer en ese proceso de desarrollo, relegada a cumplir meramente una función reproductiva en la sociedad, por tanto en desventaja con respecto a las condiciones sociales y materiales de los hombres.

Hablar sobre la obra de Engels requiere de estudio consciente y dedicado. Hoy apenas reproducimos un pequeño aparte, para hacernos una idea de cómo el desarrollo social ha influido también en la vida social y por lo tanto en la condición de las mujeres; pero vale la pena estudiar la obra completa de nuestro maestro del proletariado, la cual tiene plena vigencia, máxime cuando la podredumbre de este sistema demuestra la necesidad de luchar por una nueva sociedad, donde la clase que domine sea la clase obrera en alianza con el campesinado, bajo la dictadura proletariado y que tenga en la mira la extinción del Estado, y con ello de las clases sociales y la opresión de la mujer.

Sea esta la oportunidad para exaltar y reconocer la obra de Engels ―de quien por cierto este año se conmemora el bicentenario de su nacimiento― para desempolvar la ciencia proletaria que este maestro ayudó a desarrollar para entender mejor el momento histórico que estamos atravesando, pero sobre todo, del papel histórico que, como hombres y mujeres del pueblo, debemos cumplir para liberarnos de las cadenas de esclavitud.

Se esta la oportunidad de reivindicar a Engels de todos aquellos que han querido minimizar su contribución científica a la ciencia proletaria, y en este asunto de la cuestión femenina han tergiversado y desmentido lo dicho por él, en un combate fuerte de las corrientes pequeño burguesas para justificar el feminismo burgués.

Los conminamos entonces a esta agradable lectura y por supuesto a estudiar y reestudiar “El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado”.

En todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente colectiva y el consumo se efectuaba también bajo un régimen de reparto directo de los productos, en el seno de pequeñas o grandes colectividades comunistas. Esa producción colectiva se realizaba dentro de los más estrechos límites, pero llevaba aparejado el dominio de los productores sobre el proceso de la producción y sobre su producto. Estos sabían qué era del producto: lo consumían, no salía de sus manos. Y mientras la producción se efectuó sobre esta base, no pudo sobreponerse a los productores, ni hacer surgir frente a ellos el espectro de poderes extraños, cual sucede regular e inevitablemente en la civilización.
Pero en este modo de producir se introdujo lentamente la división del trabajo, la cual minó la comunidad de producción y de apropiación, erigió en regla predominante la apropiación individual, y de ese modo creó el cambio entre individuos (ya examinamos anteriormente cómo). Poco a poco, la producción mercantil se hizo la forma dominante.
Con la producción mercantil, producción no ya para el consumo personal, sino para el cambio, los productos pasan necesariamente de unas manos a otras. El productor se separa de su producto en el cambio, y ya no sabe qué se hace de él. Tan pronto como el dinero, y con él el mercader, interviene como intermediario entre los productores, se complica más el sistema de cambio y se vuelve todavía más incierto el destino final de los productos. Los mercaderes son muchos y ninguno de ellos sabe lo que hacen los demás. Ahora las mercancías no sólo van de mano en mano, sino de mercado en mercado; los productores han dejado ya de ser dueños de la producción total de las condiciones de su propia vida, y los comerciantes tampoco han llegado a serlo. Los productos y la producción están entregados al azar.
Pero el azar no es más que uno de los polos de una interdependencia, el otro polo de la cual se llama necesidad. En la naturaleza, donde también parece dominar el azar, hace mucho tiempo que hemos demostrado en cada dominio particular la necesidad inmanente y las leyes internas que se afirman en aquel azar. Y lo que es cierto para la naturaleza, también lo es para la sociedad. Cuanto más escapa del control consciente del hombre y se sobrepone a él una actividad social, una serie de procesos sociales, cuando más abandonada parece esa actividad al puro azar, tanto más las leyes propias, inmanentes, de dicho azar, se manifiestan como una necesidad natural. Leyes análogas rigen las eventualidades de la producción mercantil y del cambio de las mercancías; frente al productor y al comerciante aislados, surgen como factores extraños y desconocidos, cuya naturaleza es preciso desentrañar y estudiar con suma meticulosidad. Estas leyes económicas de la producción mercantil se modifican según los diversos grados de desarrollo de esta forma de producir; pero, en general, todo el período de la civilización está regido por ellas. Hoy, el producto domina aún al productor; hoy, toda la producción social está aún regulada, no conforme a un plan elaborado en común, sino por leyes ciegas que se imponen con la violencia de los elementos, en último término, en las tempestades de las crisis comerciales periódicas.
Hemos visto cómo en un estadio bastante temprano del desarrollo de la producción, la fuerza de trabajo del hombre llega a ser apta para suministrar un producto mucho más cuantioso de lo que exige el sustento de los productores, y cómo este estadio de desarrollo es, en lo esencial, el mismo donde nacen la división del trabajo y el cambio entre individuos. No tardó mucho en ser descubierta la gran «verdad» de que el hombre también podía servir de mercancía, de que la fuerza de trabajo del hombre podía llegar a ser un objeto de cambio y de consumo si se hacía del hombre un esclavo. Apenas comenzaron los hombres a practicar el cambio, ellos mismos se vieron cambiados. La voz activa se convirtió en voz pasiva, independientemente de la voluntad de los hombres.
Con la esclavitud, que alcanzó su desarrollo máximo bajo la civilización, realizóse la primera gran escisión de la sociedad en una clase explotadora y una clase explotada. Esta escisión se ha sostenido durante todo el período civilizado. La esclavitud es la primera forma de la explotación, la forma propia del mundo antiguo; le suceden la servidumbre, en la Edad Media, y el trabajo asalariado en los tiempos modernos. Estas son las tres grandes formas del avasallamiento, que caracterizan las tres grandes épocas de la civilización; ésta va siempre acompañada de la esclavitud, franca al principio, más o menos disfrazada después.
El estadio de la producción de mercancías, con el que comienza la civilización, se distingue desde el punto de vista económico por la introducción: 1) de la moneda metálica, y con ella del capital en dinero, del interés y de la usura; 2) de los mercaderes, como clase intermediaria entre los productores; 3) de la propiedad privada de la tierra y de la hipoteca, y 4) del trabajo de los esclavos como forma dominante de la producción. La forma de familia que corresponde a la civilización y vence definitivamente con ella es la monogamia, la supremacía del hombre sobre la mujer, y la familia individual como unidad económica de la sociedad. La fuerza cohesiva de la sociedad civilizada la constituye el Estado, que, en todos los períodos típicos, es exclusivamente el Estado de la clase dominante y, en todos los casos, una máquina esencialmente destinada a reprimir a la clase oprimida y explotada. También es característico de la civilización, por una parte, fijar la oposición entre la ciudad y el campo como base de toda la división del trabajo social; y, por otra parte, introducir los testamentos, por medio de los cuales el propietario puede disponer de sus bienes aun después de su muerte. Esta institución, que es un golpe directo a la antigua constitución de la gens, era desconocida en Atenas aun en los tiempos de Solón; se introdujo muy pronto en Roma, pero ignoramos en qué época. En Alemania la implantaron los clérigos para que los cándidos alemanes pudiesen instituir con toda libertad legados a favor de la Iglesia.
Con este régimen como base, la civilización ha realizado cosas de las que distaba muchísimo de ser capaz la antigua sociedad gentilicia. Pero las ha llevado a cabo poniendo en movimiento los impulsos y pasiones más viles de los hombres y a costa de sus mejores disposiciones. La codicia vulgar ha sido la fuerza motriz de la civilización desde sus primeros días hasta hoy, su único objetivo determinante es la riqueza, otra vez la riqueza y siempre la riqueza, pero no la de la sociedad, sino la de tal o cual miserable individuo. Si a pesar de eso han correspondido a la civilización el desarrollo creciente de la ciencia y reiterados períodos del más opulento esplendor del arte, sólo ha acontecido así porque sin ello hubieran sido imposibles, en toda su plenitud, las actuales realizaciones en la acumulación de riquezas.
Siendo la base de la civilización la explotación de una clase por otra, su desarrollo se opera en una constante contradicción. Cada progreso de la producción es al mismo tiempo un retroceso en la situación de la clase oprimida, es decir, de la inmensa mayoría. Cada beneficio para unos es por necesidad un perjuicio para otros; cada grado de emancipación conseguido por una clase es un nuevo elemento de opresión para la otra. La prueba más elocuente de esto nos la da la introducción de la maquinaria, cuyos efectos conoce hoy el mundo entero. Y si, como hemos visto, entre los bárbaros apenas puede establecerse la diferencia entre los derechos y los deberes, la civilización señala entre ellos una diferencia y un contraste que saltan a la vista del hombre menos inteligente, en el sentido de que da casi todos los derechos a una clase y casi todos los deberes a la otra.
Pero eso no debe ser. Lo que es bueno para la clase dominante, debe ser bueno para la sociedad con la cual se identifica aquélla. Por ello, cuanto más progresa la civilización, más obligada se cree a cubrir con el manto de la caridad los males que ha engendrado fatalmente, a pintarlos de color de rosa o a negarlos. En una palabra, introduce una hipocresía convencional que no conocían las primitivas formas de la sociedad ni aun los primeros grados de la civilización, y que llega a su cima en la declaración: la explotación de la clase oprimida es ejercida por la clase explotadora exclusiva y únicamente en beneficio de la clase explotada; y si esta última no lo reconoce así y hasta se muestra rebelde, esto constituye por su parte la más negra ingratitud hacia sus bienhechores, los explotadores.
Y, para concluir, véase el juicio que acerca de la civilización emite Morgan:
“Los hermanos se harán la guerra y se convertirán en asesinos unos de otros; hijos de hermanas romperán sus lazos de estirpe”.
“Desde el advenimiento de la civilización ha llegado a ser tan enorme el acrecentamiento de la riqueza, tan diversas las formas de este acrecentamiento, tan extensa su aplicación y tan hábil su administración en beneficio de los propietarios, que esa riqueza se ha constituido en una fuerza irreductible opuesta al pueblo. La inteligencia humana se ve impotente y desconcertada ante su propia creación. Pero, sin embargo, llegará un tiempo en que la razón humana sea suficientemente fuerte para dominar a la riqueza, en que fije las relaciones del Estado con la propiedad que éste protege y los límites de los derechos de los propietarios. Los intereses de la sociedad son absolutamente superiores a los intereses individuales, y unos y otros deben concertarse en una relación justa y armónica. La simple caza de la riqueza no es el destino final de la humanidad, a lo menos si el progreso ha de ser la ley del porvenir como lo ha sido la del pasado. El tiempo transcurrido desde el advenimiento de la civilización no es más que una fracción ínfima de la existencia pasada de la humanidad, una fracción ínfima de las épocas por venir. La disolución de la sociedad se yergue amenazadora ante nosotros, como el término de una carrera histórica cuya única meta es la riqueza, porque semejante carrera encierra los elementos de su propia ruina. La democracia en la administración, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y la instrucción general, inaugurarán la próxima etapa superior de la sociedad, para la cual laboran constantemente la experiencia, la razón y la ciencia. Será un renacimiento de la libertad, la igualdad y la fraternidad de las antiguas gens, pero bajo una forma superior”. (Morgan, La Sociedad Antigua, pág. 552.)

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