CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXVIII)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXVIII) 1

Entregamos esta semana la quinta parte del Capítulo XI de la Biografía de Marx, escrita por Franz Mehring. En esta parte, el autor describe además de las afugias de Marx, los yerros de los maestros en el análisis de la guerra alemana; compara las equivocaciones de Liebknecht con los aciertos de Schweitzer, y se burla, refiriéndose seguramente a Kautsky y sus amigos, de los «presumidos estadistas que convierten a Marx y Engels, aunque no los entiendan, en objetos de devoción».

CAPITULO XI
LOS PRIMEROS TIEMPOS DE LA INTERNACIONAL

5. LA GUERRA ALEMANA

Personalmente, para él, la dedicación que le consagró a la Internacional tenía una consecuencia dolorosa y era que, al paralizar los trabajos que le generaban ingresos, volvían sobre él y los suyos todas las penurias de antes.

El 31 de julio le escribía a Engels diciéndole que hacía dos meses que vivía de la casa de empeños. “Te aseguro que con gusto me hubiera dejado cortar el dedo gordo, antes de escribirte esta carta. Es realmente demoledor esto de pasarse media vida dependiendo de otro. Lo único que me sostiene, cuando pienso en esto, es la idea de que los dos formamos una especie de sociedad, a la que yo aporto mi tiempo para las cuestiones teóricas y del partido. Es cierto que tenemos una casa demasiado cara para nuestras posibilidades, y que además este año hemos vivido mejor que otros. Pero no hay más remedio, si queremos que los niños, aparte de lo mucho que han sufrido y de lo que hay que remediarles, aunque solo sea por poco tiempo, puedan obtener conocimientos y establecer relaciones que les aseguren un porvenir, el día de mañana. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que, aun considerado el asunto en su aspecto puramente mercantil, no podemos irnos a vivir a un cuarto estrictamente proletario, como podríamos hacerlo si no fuéramos más que mi mujer y yo, o las chicas siguieran siendo pequeñas”. Enseguida, Engels le tendió una mano a su amigo, pero las penurias y las preocupaciones volvieron a invadir a Marx y a su familia, y continuaron haciéndolo por varios años.

Pocos meses después de esto, se le ofrecía a Marx una nueva fuente de ingresos, gracias a una propuesta tan particular como inesperada que le hizo por carta Lotario Bucher, con fecha 5 de octubre de 1865. En los años en que Bucher vivió su exilio londinense, no trabó relación alguna de conocimiento, ni mucho menos estableció una relación de afecto, con Marx; Éste siguió manteniendo una actitud crítica frente a él cuando Bucher, habiéndose destacado con cierto relieve en medio de la maraña de la emigración, se unió a Urquhart como partidario entusiasta suyo. En cambio, Bucher le habló muy bien a Borkheim de la obra polémica de Marx contra Vogt, diciendo que se disponía a hacer una reseña de ella en la Allgemeine Zeitung; la reseña, sin embargo, no llegó a publicarse, ya porque nunca fue escrita o porque la revista se negó a incluirla. Decretada la amnistía por el gobierno prusiano, Bucher retornó a Prusia y estableció amistad en Berlín con Lassalle; en 1862 fueron juntos a la Exposición Universal de Londres, donde el antiguo desterrado conoció personalmente a Marx, a quien le presentó su amigo. Marx lo recordó como “un hombrecito muy fino, aunque complicado”, de quien no creía que estuviera de acuerdo con la “política exterior” de su amigo. Al morir Lassalle, Bucher se unió al servicio del Gobierno de Prusia, y hablando de él y de Rodbertus, Marx usaba en una carta a Engels esta expresión: “Son una canalla, toda esa gentusa de Berlín, Brandemburgo y Pomerania”.

Ahora, Marx se encontraba con esta carta de Bucher: “¡Ante todo, el negocio! El periódico Staatsanzeiger quiere un resumen mensual acerca de la marcha del mercado del dinero (incluyendo, naturalmente, el de las mercancías, cuando no sea posible separarlos). Me han preguntado si podía recomendar a alguien, y yo contesté que nadie podría hacerlo mejor que usted. En respuesta a ello, me pidieron que le escribiera, solicitándole esta colaboración. En cuanto a la extensión de los artículos, no se le ponen a usted límites; cuanto más extensos y rigurosos sean, mucho mejor. En lo que respecta al contenido, se sobreentiende que no tiene usted más norma que sus convicciones científicas; sin embargo, teniendo en cuenta quiénes son los lectores del periódico (la haute finance), no sería aconsejable, en cuanto a la redacción, que tocara usted demasiado el núcleo de los problemas, como si se tratara de un público especializado, y que evitara toda polémica”. Seguían unas cuantas indicaciones respecto a la parte material de la cuestión, el recuerdo de una excursión que habían hecho juntos con Lassalle, cuya muerte seguía siendo un “misterio psicológico para él”, y la noticia de que, como sabría, había retornado a su primer amor, el papel sellado. “Nunca estuve de acuerdo con Lassalle en que el curso de las cosas habría de ser tan rápido como él pensaba. El progreso todavía tiene que cambiar muchas veces de piel, antes de morir y quien en vida quiere hacer algo dentro del Estado no tiene más remedio que cerrar filas en torno al Gobierno”. La carta terminaba con saludos respetuosos para la señora de Marx y para las jóvenes damas de la casa, sobre todo para la pequeña, y con la fórmula protocolar y usual de “su atento y fiel servidor”.

Marx contestó rechazando la oferta, aunque no tengamos información concreta acerca de su respuesta ni de la opinión que le mereció la carta de Bucher. Poco después de recibirla, hizo un viaje a Manchester, donde debió hablar del asunto con Engels; en la correspondencia intercambiada con él no se trata en ningún momento este punto, y en las cartas escritas por Marx a otros amigos, por lo menos aquellas a las que tuvimos acceso, solo una vez y de pasada se habla de él. Pero, catorce años más tarde, cuando, después de los atentados de Hodel y Nobiling, se desencadenó en Berlín una persecución furiosa contra los socialistas, Marx publicó la carta de Bucher, que explotó con la fuerza arrasadora de una bomba. Bucher era, en aquel momento, secretario del Congreso de Berlín y autor, según el testimonio de su complaciente biógrafo, del proyecto de la primera ley contra los socialistas presentada al Reichstag después del atentado de Hodel y desechada por el parlamento.

Desde entonces, ha habido mucha discusión acerca de si Bismarck se proponía comprar a Marx por medio de la carta de Bucher. Es cierto que el Canciller, en el otoño de 1865, cuando el Tratado de Gastein puso una pequeña cataplasma sobre la ruptura inminente con Austria, se inclinaba, para decirlo con su propia metáfora de cazador, a “soltar a todos los perros que quieren ladrar”. Bismarck tenía demasiada sangre de junkerprusiano en sus venas para coquetear con la clase obrera a la manera de un Disraeli, ni siquiera de un Bonaparte; y conocida es la pintoresca idea que tenía de Lassalle, a pesar de haber estado más de una vez en contacto personal con él. Pero entre sus colaboradores había dos personas mucho mejor orientadas que él en este aspecto tan delicado: el propio Bucher y Hermann Wagener. Wagener, por su parte, hizo todo lo posible por ponerle un señuelo al movimiento obrero alemán, valiéndose para esto, entre otros recursos, de la condesa de Hatzfeldt. Pero Wagener, como líder intelectual de los junkers y viejo amigo de Bismarck, desde antes de los días de marzo, ocupaba una posición mucho más independiente que Bucher; éste solo podía vivir de la buena voluntad del Canciller, ya que la burocracia lo miraba de reojo como a un intruso, y el rey, acordándose de los del 48, tampoco quería saber nada de él. Además, Bucher era un hombre de carácter débil, un “pez sin espinas”, como solía decirle su amigo Rodbertus.

Es evidente, por todo esto, que si Bucher, con su carta, quería comprar a Marx, Bismarck no desconocía esta maniobra. ¿Pero, realmente, tenían aquel propósito? el accionar de Marx, usando la carta de Bucher contra las persecuciones socialistas de 1878, era una jugada hábil y perfectamente legítima, pero no prueba siquiera que Marx interpretara la carta de Bucher desde el primer momento como un intento de comprarlo, ni mucho menos que este intento fuera real. Bucher sabía perfectamente que Marx, desde que había roto relaciones con Schweitzer, no era alguien a quien los lassalleanos estimaran, aparte de que aquel resumen mensual acerca del mercado internacional de dinero y de mercancías para el más aburrido de todos los periódicos alemanes, no parecía la manera más adecuada para aplacar el descontento general con la política bismarckiana entre los obreros, ni mucho menos para atraerlos a esta política. Cuando Bucher afirma que al recomendar a su antiguo compañero de exilio para el periódico no tenía ninguna intención política oculta, probablemente diga la verdad, con la reserva de que la dirección seguramente rechazaría a un progresista manchesteriano. Después de la negativa de Marx, Bucher propuso a Dühring; este accedió, pero rápidamente suspendió la colaboración, al comprobar que el director del periódico no respetaba, ni mucho menos, aquellas “convicciones científicas” que Bucher destacaba en él.

Peor todavía que el agobio material en el que sumían a Marx sus esforzados trabajos para la Internacional y sus investigaciones científicas, era el deterioro cada vez mayor que experimentaba su salud. El 10 de febrero de 1866, Engels le escribía: “Ya es hora de que hagas algo para que se te vayan esos malditos dolores… Deja de trabajar por las noches durante un tiempo y trata de hacer una vida más normal”. Marx le contestaba, el 14 de febrero: “Ayer los dolores volvieron a impedirme trabajar. Si tuviese suficiente dinero para mi familia y el libro estuviera terminado, me daría lo mismo entregarme a la parca y ser tirado al sumidero hoy o mañana. Pero, en estas circunstancias, no es posible”. Una semana después, Engels recibía una información alarmante: “Esta vez me he jugado el pellejo. Mi familia no sabía lo seria que era la situación. Y si la cuestión vuelve a repetirse tres o cuatro veces de la misma forma, estoy terminado. Me siento muy decaído y débil todavía; no de la cabeza, sino de los muslos y las piernas. Los médicos tienen mucha razón cuando dicen que la causa principal de la recaída es el trabajo excesivo por las noches. No voy a contarles a esos señores —aparte de que me sería inútil— cuáles son las razones que me obligan a seguir con esa vorágine”. Esta vez, Engels pudo conseguir que Marx se tomara unas semanas de descanso en Margate, a la orilla del mar.

Marx recuperó enseguida el buen humor. En una carta alegre dirigida a su hija Laura, le decía: “Estoy muy contento de haberme alojado en una casa particular y no en un hotel, donde, quieras o no, te están torturando a toda hora con discusiones sobre política local, conflictos de familia y chismes de pueblo. Sin embargo, no puedo cantar, con el molinero de Dee aquello de ‘no me preocupo por nadie, y nadie pregunta por mí’, porque ahí está la patrona, sorda como una tapia, y su hija, con su ronquera crónica. Pero es gente muy simpática, amable y para nada intrusa. Yo estoy convertido en un bastón ambulante, no hago más que ir de un lado para otro la mayor parte del día, respirando aire fresco. A las diez, ya estoy en la cama. No leo nada, escribo menos y, poco a poco, me acerco a ese estado de nirvana que el budismo considera como la consumación de la felicidad humana”. Al final de la carta, había un comentario cariñoso, apuntando ya, sin duda, al futuro: “Ese maldito de Lafargue me está torturando con su proudhonismo, y no va a dejarme tranquilo hasta que no le pegue un golpe en su cabezota de criollo”.

En aquellos días en que Marx descansaba en Margate, rasgaron el cielo los primeros rayos de la tempestad guerrera que se cernía sobre Alemania. El 8 de abril, Bismarck había pactado con Italia una alianza ofensiva contra Austria, y al día siguiente presentaba ante la Dieta federal una propuesta pidiendo que se convocara un Parlamento alemán elegido por sufragio universal, para deliberar acerca de una reforma de la Confederación, sobre la base de la cual habrían de unirse los gobiernos alemanes. La posición tomada por Marx y Engels ante estos hechos demostraba que habían perdido el contacto con la realidad alemana. Titubeaban en sus diagnósticos. El 10 de abril Engels escribía, respecto a la propuesta de Bismarck de convocar un Parlamento alemán: “¡Qué bestia tiene que ser este hombre, para creer que eso le va a servir para algo!… Si la propuesta llega a aprobarse, por primera vez en la historia el curso de las cosas dependerá de la actitud que tome Berlín. Si los berlineses salen a la calle en el momento propicio, los hechos pueden tomar un rumbo deseable; ¿pero quién puede confiar en ellos?”

Tres días después, volvía a escribir, con una perspicacia formidable: “Parece que el buen burgués alemán, después de resistirse un poco, concuerda con la propuesta (del sufragio universal); no por nada el bonapartismo es la verdadera religión de la burguesía. Cada vez veo más claro que la burguesía es incapaz de tomar directamente el poder y que allí donde una oligarquía no se hace cargo del Estado y la sociedad, como sucede aquí en Inglaterra, para gobernar de acuerdo a los intereses de la burguesía y obteniendo su recompensa por la tarea, la forma normal de gobierno es una semidictadura bonapartista que sostenga los intereses materiales de la burguesía, aun contra ella misma, pero sin dejarla participar en el poder. Por otra parte, esta dictadura se ve obligada a defender los intereses materiales de la burguesía, y ahí tenemos, sin ir más lejos, a monsieur Bismarck tomando el programa de la Liga Nacional. Claro está que una cosa es tomarlo y otra sostenerlo en la práctica, pero es difícil que Bismarck choque contra el buen burgués alemán”. Se estrellaría, a juicio de Engels, contra el ejército austríaco. Benedek era, al menos, mejor general que el príncipe Federico Carlos; y Austria podría forzar a Prusia a firmar la paz, pero no Prusia a Austria, razón por la cual cada triunfo prusiano sería una interpelación a Bonaparte para que interviniese.

Marx describía la situación planteada casi con las mismas palabras, en una carta que le dirigía a un nuevo amigo, el médico Kugelmann, de Hannover, que ya desde chico, en el año 48, había sido un gran seguidor de Marx y Engels, y venía recopilando con esmero todos sus escritos, pero sin haber entrado en contacto personal con Marx hasta el año 1862, por intermedio de Freiligrath; al poco tiempo, ya era uno de sus íntimos. En cuestiones militares, Marx se subordinaba por completo al análisis de Engels, con una falta de crítica inusual en él.

Más asombrosa todavía que la sobreestimación de Engels sobre el poder austríaco, era su opinión respecto al estado de la armada prusiana. Asombrosa porque acababa de escribir una obra magnífica sobre la reforma militar, en ocasión del conflicto constitucional de Prusia, demostrando un conocimiento que lo ponía muy por encima de todos los burgueses democráticos. El 25 de mayo escribía: “Si los austríacos son lo suficientemente inteligentes para no atacar, pronto empezarán los problemas en el ejército de Prusia. Jamás se han mostrado estos hombres más rebeldes que en esta movilización. Desgraciadamente, solo se sabe una parte muy pequeña de lo que pasa, pero suficiente para asegurar que con estas tropas no hay ofensiva posible”. Y el 11 de junio: “La segunda línea va a ser en esta guerra tan peligrosa para Prusia cómo fueron los polacos en 1806, que representaban más de un tercio de las brigadas y desorganizaron todo. Con la diferencia de que la segunda línea, en vez de dispersarse, se rebelará después de la derrota”.

La batalla de Koniggratz disipó toda la niebla que les ocultaba a los exiliados la realidad; ya al día siguiente, Engels escribía: “¿Y qué me dices de los prusianos? Han sabido aprovecharse de sus triunfos con una energía enorme. Es la primera vez que se ve una batalla tan decisiva liquidada en ocho horas. En diferentes circunstancias, habría durado dos días. Pero el fusil de aguja es un arma mortífera y, además, no puede negarse que aquellos hombres pelearon con un carácter que es difícil encontrar en tropas como estas, acostumbradas a la paz”. Engels y Marx podían equivocarse, y se equivocaban no pocas veces, pero jamás se resistían a reconocer los errores, cuando los acontecimientos se los mostraban. La victoria de las armas prusianas fue, para ellos, un bocado difícil de digerir, pero no se atragantaron con él. El 25 de julio, Engels, que era quien mantenía el liderazgo en estas cuestiones, resumía la situación en los términos siguientes: “La situación en Alemania me parece, ahora, muy simple. Desde el momento en que Bismarck sacó adelante, con las armas prusianas y un triunfo tan colosal, los planes de la burguesía alemana, el desarrollo de las cosas ha tomado otro camino de un modo tan decisivo que no tenemos más remedio, nosotros y los demás, que reconocer el hecho consumado, tanto si nos satisface como si nos molesta… La cosa tiene la ventaja de que simplifica la situación, facilitando la revolución al eliminar los conflictos en las pequeñas capitales, y acelerando, desde ya, el proceso. Al fin y al cabo, no puede negarse que un Parlamento alemán no es precisamente lo mismo que una Dieta prusiana. Toda esa acumulación de Estados en miniatura se verá arrastrada al movimiento, terminarán las lamentables tendencias localistas, y los partidos dejarán de ser locales para adquirir una dimensión realmente nacional”. Dos días después, Marx contestaba, con mesura y sangre fría: “Comparto completamente tu opinión de que hay que tomar esa basura tal y como es. De todos modos, es agradable poder ver las cosas desde lejos, durante estos días torpes y románticos del primer amor”.

Por aquellos mismos días, Engels le comunicaba a su amigo, y no precisamente en un tono halagador, que “el hermano Liebknecht se estaba dejando llevar por una fanática austrofilia”; era casi seguro que procedía de él una “furiosa correspondencia” enviada desde Leipzig a la Frankfurter Zeitung; este periódico llegaba, en sus excesos, hasta a reprocharles a los prusianos el trato infame que le habían dado al “venerable Elector de Hesse”, mostrando sus simpatías por el pobre güelfo ciego. En cambio, Schweitzer, desde Berlín, se manifestaba de la misma manera que Marx y Engels en Londres, por las mismas razones y en los mismos términos; pero su política “oportunista” le costó y todavía le cuesta la indignación moral de los mismos presumidos estadistas que convierten a Marx y Engels, aunque no los entiendan, en objetos de devoción.

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