CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XVIII)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XVIII) 1

CAPITULO VII

DESTERRADO EN LONDRES

En la entrega de esta semana damos continuidad al Capítulo VII de la biografía de Marx, escrita por Franz Mehring. Relata las vicisitudes de uno de los periódos más duros de la vida del maestro del proletariado.


4. VIDA DE EXILIADOS

Aquellos días de noviembre señalaron casi matemáticamente el tránsito de la primera a la segunda mitad de su vida, e internamente también representan un cambio muy importante en la vida y en la obra de Marx. Él mismo tenía la sensación viva de que era así, como la tenía también Engels, con una percepción quizá todavía más clara.

«Cada vez se convence uno más —le escribía a Marx en febrero de 1851— de que la emigración acaba por convertir fatalmente en necio, idiota y vil rufián a todo el que no se retrae por completo de ese ambiente y se refugia en la posición del escritor independiente, sin andar preguntando por el que llaman partido revolucionario a diestra y siniestra». Contestación de Marx: «A mí me agrada mucho este aislamiento público en el que ambos nos encontramos ahora. Se ajusta totalmente a nuestra posición y a nuestros principios. Eso de andar haciéndose concesiones mutuas, de tener que aguantar, por cortesía, todas las mediocridades, y de compartir ante el público con todos estos asnos el ridículo que echan sobre el partido, se ha acabado». Y Engels, otra vez: «Por fin, volvemos a tener ocasión —por primera vez, desde hace mucho tiempo— de demostrar que nosotros no necesitamos popularidad ni apoyo de ningún partido de ningún país, y que nuestra posición está enteramente al margen de todas esas miserias. En adelante, solo seremos responsables de nosotros mismos… Por lo demás, en el fondo no tenemos grandes razones para lamentarnos de que esos petits grands hommes nos huyan; ¿no nos hemos pasado, acaso, tantos y tantos años aparentando que Fulano o Mengano eran de nuestro partido, cuando en realidad no teníamos partido alguno, y gente a quien tratábamos como si fuera del nuestro, oficialmente al menos, ignoraban hasta los rudimentos básicos de nuestros trabajos?» Claro está que lo de «necio» y «rufián» no hay que tomarlo al pie de la letra; se trata de explosiones de pasión, y como tales deben considerarse; pero lo que en eso hay de cierto es que Marx y Engels veían, y con razón, una determinación salvadora en el hecho de apartarse radicalmente de las estériles disputas de los emigrados para dedicarse, según la expresión de Engels, a investigar científicamente en una «cierta soledad», hasta que llegaran hombres y tiempos capaces de comprenderlos.

Sin embargo, el apartamiento no fue tan rápido, tan nítido ni tan profundo como podría parecer, mirando las cosas retrospectivamente. En las cartas intercambiadas entre Marx y Engels durante los años que siguieron al retraimiento siguen encontrando un eco muy sonoro las luchas internas entre los emigrados. Era una consecuencia inevitable de los incesantes roces entre las dos fracciones en las que se escindiera la Liga Comunista. Además, Marx y Engels no tenían, ni por asomo, la intención de apartarse totalmente de las luchas políticas, aunque no quisieran inmiscuirse en las discrepancias entre los emigrados. No abandonaban su colaboración en los órganos cartistas ni pensaban tampoco, ni mucho menos, en resignarse a la desaparición de la Nueva Gaceta del Rin.

Las negociaciones entabladas con el editor Schabelitz, de Basilea, que se mostraba dispuesto a tomar en sus manos la continuación de la revista no dieron resultado alguno; Marx se puso en contacto con Hermann Becker para la edición de sus obras completas y, más adelante, de una revista trimestral que habría de aparecer en Lieja; Becker había fijado su residencia en Colonia, donde, después de serle suprimida la Westdeutsche Zeitung, que dirigía, regenteaba una pequeña empresa editorial. La detención de Becker, en mayo de 1851, hizo fracasar estos planes, cuando ya se había iniciado con un cuaderno la publicación de los «escritos, completos, editados por Hermann Becker», que habrían de llenar dos volúmenes de veinticinco pliegos cada uno. Los que se suscribieran a ellos antes del 15 de mayo, los recibirían en diez cuadernos de a ocho silbergrosen; luego, cada tomo se vendería a razón de un tálero y quince silbergrosen. El primer cuaderno, único publicado, se agotó rápidamente, si bien la afirmación que hace Weydemeyer de que colocaron quince mil ejemplares no es verosímil; en aquellos tiempos ya hubiese representado un éxito muy considerable la décima parte de esa cifra.

No dejaba de contribuir a estos planes editoriales la «imperiosa necesidad de un trabajo lucrativo» en la que Marx se encontraba. Vivía de una manera muy ajustada. En noviembre de 1849 nació su cuarto hijo, un niño, al que pusieron por nombre Guido. Lo criaba la propia madre, y he aquí lo que escribía: «El pobre angelito me ha bebido en la leche tantas penas y amarguras calladas, que no hace más que estar enfermo, presa de dolores los días y las noches. Desde que ha venido al mundo, no ha dormido bien una sola noche, dos o tres horas a lo sumo». La pobre criatura murió al año de nacer.

La familia de Marx se vio brutalmente desalojada de su primera casa de Chelsea porque, aunque le habían pagado puntualmente el alquiler, la señora que se las arrendaba, inquilina ella misma, tenía una deuda con el casero. Tras muchos esfuerzos y contratiempos lograron acomodarse en un hotel alemán situado en la Leicester Street, Leicester Square, de donde no tardaron en trasladarse al número 28 de la Deanstreet, Soho Square. Durante una media docena de años encontraron allí calma y sosiego en un par de cuartitos.

Pero con esto no estaban conjurados, ni mucho menos, los agobios. Todo lo contrario, cada vez era más angustiante su situación. A fines de octubre de 1850, Marx se dirigió a Weydemeyer, residente en Frankfurt, para que le sacara de la casa de empeños de aquella ciudad unos cuantos objetos de plata que tenía allí y se los vendiera, con excepción de un cubierto de niño que pertenecía a la pequeña Jenny y que habría que salvar por todos los medios. «Mi situación actual es tan apretada, que no tengo más remedio que sacar dinero de donde sea, para poder seguir trabajando». Eran los días en que Engels se trasladaba a Manchester para dedicarse al «aborrecido comercio», y seguramente que en esta determinación no dejaba de influir el deseo de poder ayudar a su amigo.

Por lo demás, ya se sabe que los amigos, cuando se necesitan, no abundan. «Lo que me duele verdaderamente hasta en lo más íntimo, y me hace sangrar el corazón —le escribía la mujer de Marx a Weydemeyer en 1850— es tener que ver a mi marido pasar por tantos trances mezquinos, verlo aquí solo, sin ayuda de nadie, a él, a quien con tan poco se lo ayudaría y que a tantos ha ayudado generosa y alegremente. Y no crea usted, querido Weydemeyer, que exigimos nada de nadie para nosotros mismos. Lo único que mi marido exigiría seguramente de aquellos que tantas ideas, tantos ánimos y tanto apoyo tuvieron en él, sería un poco más de energía, de celo y de entusiasmo para la revista. Tengo el orgullo y el atrevimiento de decirlo así. Para él, no necesita nada. Y creo que nadie hubiese salido perdiendo nada con eso. A mí estas cosas me duelen, pero él piensa de otro modo. Jamás, ni en los momentos más terribles, pierde su seguridad en el porvenir, ni su buen humor siquiera, y para estar contento no necesita más que verme a mí un poco alegre y a los niños rondando y haciéndole caricias a su pobre madre». Y así como ella se preocupaba por él cuando los amigos enmudecían, él velaba por ella cuando aquellos mismos amigos hablaban más de lo necesario.

Al propio Weydemeyer le escribía Marx, en agosto de 1851: «Mi situación es, como puedes suponerte, bastante fastidiosa. Si esto dura mucho tiempo, acabará con mi mujer. Los desvelos constantes y toda esta mezquina y ruin campaña burguesa la tienen abatida. A esto viene a añadirse la infamia de mis enemigos que, incapaces de atacarme objetivamente, se vengan de su impotencia volcando sobre mí sus viles sospechas burguesas y las infamias más inconcebibles… Yo, por mí, me reiría de todas esas basuras, naturalmente, que no me quitan el sueño ni interrumpen un instante mis trabajos, pero ya comprenderás que a mi mujer, que no está bien de salud, que pasa los días enteros sumida en todas estas ingratas miserias burguesas, con el sistema nervioso destrozado, no le sirve precisamente de alivio que todos los días desfilen por aquí imbéciles para traer y llevar las fétidas emanaciones de las cloacas democráticas. Es increíble la indiscreción a la que llega en esto cierta gente». Hacía algunos meses —en marzo— habían tenido una niña, Francisca: el parto, aunque feliz, había postrado a su mujer unos días en cama, «más por preocupaciones burguesas que por causas físicas»; no había un centavo en toda la casa «y eso que, por lo visto, no hace uno más que explotar a los obreros y querer alzarse con la dictadura», le escribía Marx a Engels con tono de amargura.

Para él, encontraba refugio y consuelo inagotable en los trabajos científicos. Se pasaba los días, desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde, en la biblioteca del British Museum. Refiriéndose a los devaneos de Kinkel y Willich, escribía: «Esos simplones democráticos a quienes les viene la inspiración ‘de lo alto’ no necesitan, naturalmente, imponerse semejantes esfuerzos. ¿Para qué van a torturarse, esos hombres afortunados, con el estudio de los materiales económicos e históricos? ¡Es todo tan sencillo!, como solía decirme aquel pobre diablo de Willich. ¡Sí, es todo muy sencillo! En sus cabezas vacías. Ellos, ellos sí que son sencillos». Marx confiaba en terminar su Crítica de la economía política en unas pocas semanas, y salió inmediatamente a buscar editor, sin que sus esfuerzos hicieran más que acarrearle nuevas decepciones.

En mayo de 1851 se trasladó a Londres un amigo fiel, en quien Marx podía confiar y con el que se mantuvo en estrecho contacto durante varios años: Fernando Freiligrath. Pero a este acontecimiento feliz no tardó en seguirle una mala noticia. El 10 de mayo fue detenido en Leipzig, durante un viaje de propaganda como enviado de la Liga Comunista, el sastre Nothjung, y los papeles que llevaba encima delataron a la policía la existencia de la organización. Inmediatamente fueron detenidos en Colonia los miembros del Comité Central; Freiligrath pudo escapar de las fuertes penas, sin sospechar siquiera el peligro que lo amenazaba. A su llegada a Londres, no hubo fracción ni fraccioncita entre los emigrados alemanes que no quisiera tener en sus filas al famoso poeta, pero este declaró que solo estaba con Marx y con sus fieles. Asimismo, se negó a acudir a una asamblea convocada para el 14 de julio y encaminada a saldar las diferencias existentes entre los emigrados. El intento fracasó, como habían fracasado todos los anteriores, y no sirvió más que para provocar nuevas discordias. El 20 de junio se fundó la Liga de Agitación, bajo el influjo espiritual de Ruge, y el 27 de Junio el Club de la Emigración, dirigido espiritualmente por Kinkel. Entre los dos organismos empezó a librarse desde el primer día un duelo encarnizado, principalmente en los periódicos de Estados Unidos.

Marx esparcía, naturalmente, mordaces sátiras sobre esta «guerra de ranas y ratas», a las que los caudillos repelían, tanto unos como otros, con sus procedimientos y su manera de pensar. En 1848, la Nueva Gaceta del Rin había comentado, con una especie de cariño artístico, los esfuerzos de Ruge por «redactar la razón de los sucesos», aunque tampoco faltaran en sus columnas algunas recias andanadas contra «Arnoldo Winkelried Ruge», el «pensador pomeranio», cuyas obras eran «el albañil» en quien venían «a refluir toda la fraseología y todas las contradicciones de la democracia alemana». Pero, pese a todo su confusionismo político, Ruge era, desde luego, otra clase de hombre que Kinkel, quien, desde su evasión de la cárcel, no hacía más que darse aires de personaje en Londres, «tanto en las tabernas como en los salones», según la frase de Freiligrath. Para Marx, este personaje cobró cierto interés al asociarse con Willich para especular fantásticamente sobre una nueva revolución organizada en base a una sociedad por acciones. El 14 de septiembre de 1851 desembarcaba Kinkel en Nueva York, con el encargo de acercarse a los refugiados prestigiosos como garantes de un anticipo nacional alemán, «por la suma de dos millones de dólares para fomentar la revolución republicana inminente» y la formación de un fondo provisional de 20.000 táleros. Kossuth tuvo en un principio la genial idea de cruzar el Océano con aquel revolucionario pordiosero. Pero, aun entregado modestamente a sus fuerzas, Kinkel llevó la campaña con todas las de la ley; tanto el maestro como el discípulo predicaban en unos Estados contra la esclavitud y en otros en pro de ella.

Mientras los otros perdían el tiempo en esas aventuras, Marx iba entablando relaciones serias y eficaces con el Nuevo Mundo. En medio de sus agobios, cada vez mayores —»es casi imposible seguir viviendo de este modo», le escribía a Engels el 31 de julio—, todavía le quedaba tiempo para pensar en editar, junto a Guillermo Wolff, una correspondencia litografiada para los periódicos americanos; en este pensamiento estaba ocupado cuando, pocos días después, recibió del New York Tribune, el periódico más leído de Estados Unidos, por medio de uno de sus redactores, Dana, a quien conocía de los tiempos de Colonia, la invitación para colaborar de un modo constante en sus columnas. Como todavía no dominaba el inglés lo suficiente como para escribir en ese idioma, Engels lo sustituyó en los inicios, redactando una serie de artículos sobre la revolución y la contrarrevolución alemana. A poco de esto, Marx, por su parte, daba a la luz un trabajo alemán en el mercado estadounidense.

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